Al día siguiente, la mañana amaneció tranquila, el sol lideraba en lo alto
del cielo y penetraba por la ventana, incidiendo sobre mi cama e
iluminando mis ojos, se escuchaba el canto alegre de los pájaros. El pueblo
había vuelto a la calma tras la turbulenta noche, viraba en paz y armonía. El
pueblo, porque yo seguía dándole vueltas al suceso, debía descubrir qué clase
de animal o bestia ocultaba el bosque, por un momento me sentí un Livingston
que recorre las sabanas africanas para documentar a leones, hipopótamos y
jirafas. Pero, a diferencia de él, yo no poseía un rifle para defenderme ante
un posible ataque, es cierto que en mi mesilla guardaba un revolver, pero sería
inútil usarlo contra una cosa de tal envergadura.
Levanté mi cuerpo de la cama, me hallaba empapado en sudor, mis brazos me
pesaban, no tenía fuerzas para andar hacia la ducha ni la cocina, el cansancio
ganaba la batalla a mi mente aventurera y caí desplomado sobre la cama.
Una hora más tarde logre arrastrarme al baño y después de una rápida ducha
y un copioso desayuno me lancé a la aventura.
Tras separar el aparador de la puerta y desbloquear la cerradura salí a la
calle, la luz del sol cegó mi vista pero su calor me hizo sentirme vivo, había
sobrevivido a la bestia y mi espíritu de escritor había vuelto, debía ir al
muelle y escribir todo el día, contar mi aventura, mi huida "in
extremis", la horrible cosa que había presenciado aquella noche. Pero no
fue así, antes tenía que ir a la biblioteca para devolver un ejemplar de
"Una Temporada en el Infierno" de Rimbaud que llevaba dos semanas en
mi cajón.
Recorrí la calle Williamson, allí las casas eran de madera con techos en
forma de paraguas, no era recta, y serpenteaba de un lado a otro dando mayor
dinamismo al recorrido. A la mitad de la calle se hallaba la biblioteca
municipal de Lipsbrook, un edificio antiguo, rectangular, de fachada empedrada
y cuatro grandes ventanales distribuidos a la par entre sus dos plantas, con un
arco apuntado en su puerta principal, puerta que media unos dos metros
construida en madera de roble y un pomo dorado del tamaño de un puño.
Lo curioso de ese edificio era su total inutilidad. Era una gran biblioteca
y poseía un rico fondo de libros, pero siempre se encontraba vacía, la
tradición literaria no era el fuerte de la población, supongo que las profundas
raíces pesqueras y el hecho de que el colegio se encontrara en el pueblo
contiguo a Lipsbrook eran los responsables de este fenómeno.
Al entrar en su interior, un largo salón revestido de madera se desplegaba
ante mí, con estanterías empotradas en sus laterales organizaba el saber de
aquel lugar, las lámparas de araña iluminaban con tenue luz la instalación a
fin de crear un clima propicio para la lectura. Me dirigí hacia el mostrador,
salude a mi amigo Henri. Era el bibliotecario y el único guardián de aquella
sede del saber, además de mi único amigo allí, supongo que nuestra amistad
nacía de ser las únicas personas asiduas a revolver los estantes buscando un
libro con el que alimentar nuestros ojos, y se cimentó con el intercambio de
lecturas y la critica a los autores. De hecho, en más de una ocasión, había
compartido con él mis escritos, a fin de escuchar una opinión relevante.
Al entregarle el libro, le pregunté sobre su familia, intentaba siempre ser
cortés con él aunque aquellas cuestiones salieran más bien por compromiso. Su
primera pregunta fue hacia mis nuevas composiciones y relatos, la curiosidad
por llevarse a las manos algo nuevo le hacía brillar los ojos, para mí ese
gesto engrandecía mi corazón, parecía que por fin alguien en el mundo esperaba
nuevo material y apreciaba mi trabajo.
Henri, era un tipo alto, de cuerpo delgado con una prominente barbilla,
nariz aguileña y cabello acaracolado. Él no era un autóctono de Lipsbrook sino
que sus raíces provenían de Londres, descendía de una familia acomodada de
tradición literaria, su padre era el escritor londinense Tom Ludwig conocido
por sus novelas burguesas y su actividad en los discursos de los tories. El
pobre Henri heredó la pasión por los libros de su padre pero sus ideas
progresistas le llevaron a separarse de sus lazos familiares y acabar en
Lipsbrook. Henri aquí era feliz, cosa difícil en un lugar como este, se había
desposado el año pasado con una hermosa joven anglicana de familia aristócrata de Lipsbrook.
Me ofrecí a colocar el libro en el estante que correspondía para que el pudiera
echarle un vistazo a mi último soneto mientras tanto. Recorrí el salón buscando
el módulo "R", al encontrarlo moví la vieja y desgastada escala a fin
de escalarla y colocar el ejemplar en el lugar que le correspondía, apoye mi
pie en el peldaño, crujió con fuerza, no parecía ser una escala muy estable,
subí cauto y al introducir el libro junto a las obras de Rimbaud la escala
quebró y me precipite al suelo. El impacto de mi cuerpo sobre el suelo retumbo
en toda la biblioteca. Henri corrió a socorrerme, tras ayudarme a levantarme
descubrimos que junto a mi había caído un libro sobre la historia de los
primeros pobladores de la localidad. Contaba la biografía de un tal Howard
Rowan. Al ir a colocarlo Henri, le insté prestármelo, me picaba la curiosidad
de descubrir que clase de gente había colonizado este lugar y porque Rowan
merecía una biografía.
Firme la extracción del libro, e invite a Henri a tomar una cerveza en la
taberna de Phillips a la medianoche, no me vendría mal un poco de compañía
aquella noche, además de tener la tentación de contarle el suceso de la noche
anterior y tratar de sacar información.
Al llegar a casa abrí el libro de Rowan y pude leer en su prólogo:
"Esta es la historia de un hombre cuyo coraje y tesón guió a nuestros
antepasados a la prospera tierra a orillas del mar que hoy llamamos hogar.
Desde que pusiera la primera piedra en 1730 no ha dejado de entregarse en
cuerpo y alma a nuestro pueblo.
Lamentablemente como todo gran héroe patrio, despareció un triste 1768 en
los bosques de Lipsbrook. Algunos creen que fue devorado por un oso o que
emigró hacia otras tierras donde iniciar la historia de un nuevo y próspero
pueblo..."
Estaba ante el fundador de Lipsbrook, y algo me consternaba, el hecho de su
desaparición en el bosque me llevaba a especular sobre su muerte. Debía seguir
leyendo para saber más de este peculiar hombre. El libro narraba la travesía de
Rowan junto a 30 hombres por las tierras del suroeste de Inglaterra, el
descubrimiento tras las montañas de una vasta tierra fértil y con salida al
Atlántico de abundante pesca llevo a Rowan y a sus hombres a constituir
un pueblo al que le dieron el nombre de Lipsbrook, en honor al apellido de la
esposa de Rowan (Que gesto tan romántico). En sus comienzos el pueblo sufrió
problemas debidos a un horrible temporal en 1730 que destrozo casas y cosechas,
además de problemas económicos con las grandes compañías pesqueras y el
gobierno que trataron de imponerles aranceles. A pesar de esto, el pueblo logro
salir adelante gracias a la donación aprobada en 1732 de una parte de la pesca
recogida a la compañía Atlántica de Inglaterra.
Lo extraño, viene en el capítulo de su muerte. La biografía cuenta que en
Enero de 1768, Rowan en su afán intrépido partió una noche al interior del
bosque de la que nunca regresó. A la mañana siguiente, un grupo de hombres
rastreó el bosque con el fin de encontrarle pero la búsqueda fue en vano, nada
se halló del gran patriarca de Lipsbrook. Desde aquel día, el bosque es un
lugar sagrado y prohibido para ellos, lo han asumido como la tumba de su mesías
y creen que él se unió a dicha tierra para protegerla por siempre. Supongo que
esta era la causa por la que los habitantes eran tan herméticos y tercos con
los visitantes, a quienes trataban correctamente pero con los que no
simpatizaban.
Al acabar el capítulo, miré el reloj de mi muñeca y vi que sus
manecillas indicaban la medianoche, me había pasado toda la tarde leyendo y
llegaba tarde a mi encuentro con Henri. Me apresuré a salir de mi casa, recorrí
veloz el pueblo hasta llegar a la taberna de Phillips, situada en frente del
paseo marítimo. Arribe su puerta y con la lengua fuera me adentré en ella,
vislumbre a Henri en su interior, puntual como siempre, esperaba mi llegada con
una cerveza, pude apreciar que la espuma aun coronaba la cima del vaso por lo
que no le había hecho esperar demasiado, le saludé desde la barra y pedí al orondo
camarero una pinta. La tasca era un tugurio gris lleno de viejos pescadores
rumiantes. En cambio, su luz tenue y su cerveza negra de grifo eran la magia de
aquel lugar. Cerveza que aun sirviéndose en vasos sucios y desgastados y ser de
un tono negruzco era extraordinaria. El camarero, a pesar de sus deplorables
modales poseía una habilidad innata para servir cerveza. En cuanto a la gente
que moraba aquel lugar, eran veteranos de la pesca que pasaban el día contando
sus maravillosas capturas, era gracioso escuchar como todos ellos, en alguna
ocasión, se habían enfrentado o avistado a horrendas bestias marinas como
crackens o extraños peces de enormes fauces. Cosa a tomar en serio si
estuvieran sobrios al contarlo.
Tras servirme la cerveza me senté en la mesa junto a Henri. Hablamos de
nuestra jornada y me preguntó sobre las repercusiones del golpe sufrido aquella
mañana. En unos minutos, pregunto sobre mi estado, es curioso, Henri me miró
fijamente a los ojos y supo exactamente que ocultaba algo, quiso averiguarlo,
pero yo me opuse con evasivas. Sabía perfectamente que él no las creía, ya que
tenía la extraordinaria capacidad de ver más allá de mis ojos, era un brujo,
imposible ocultarle algo. Advirtió un arañazo en mi brazo derecho y bromeó
sobre si era un incidente de alcoba. Entre las risas, me fijé que al tiempo de
mi llegada había aparecido un anciano, que no paraba de mirarme, se sentaba
solo al fondo de la taberna sin ninguna cerveza en su mesa. Pensé que me
espiaba, pues no tenía ningún disimulo en observarme, pero a la hora, el
anciano miró su reloj y marchó apresurado.
Respiré tranquilo y pedí otras dos cervezas, mi charla con Henri comenzaba
a ser interesante al hablar de Calderón de la Barca, y para celebrarlo que
mejor que otra pinta. Justo al intentar analizar el problema existencial
de Segismundo paró mi explicación y me instó a contarle que me ocurría,
apoyo sus sospechas en mis incipientes ojeras y el temblor de mi mano derecha.
Justo cuando iba a confesar, una botella de vino impactó sobre la cabeza de un
joven pescador, la taberna se revolucionó y se inició una batalla campal. Henri
y yo huimos de allí a toda velocidad para no vernos involucrados en la guerra
tabernera. Salimos al paseo marítimo y nos dirigimos hacia su casa que se
encontraba a escasos metros del muelle.
Al llegar a su puerta nos despedimos con un fuerte apretón de manos y me
obligó a contarle al día siguiente mi problema, mi evasiva resurgió para
preocuparle por la hora a la que iba a subir a casa y lo preocupada que estaría
su bella esposa, con mueca seria, volvió a repetirme que debía contarle mi
problema y se marchó.
La noche era apacible, ni un ápice de aire corría desde el horizonte y
sobre mi cabeza la luna se ocultaba tras la fina seda de las nubes, ande
observando su rostro hasta el muelle y cual fue mi sorpresa, cuando avisté al
anciano que horas antes me espiaba en el muelle de carga. Estaba cargando cajas
de pescado a un pequeño barco, decidí ocultarme entre las sombras de la noche
para averiguar que clase de hombre era y cual era su misión aquella noche. Mi
intuición me decía que ocultaba algo. Poco a poco fui acercándome a su
posición, ahí estaba él, mirando a un lado y a otro mientras acarreaba cajas y
cajas de pescado ¿Qué clase de pescador carga pescado en su barco a estas horas
de la noche? La explicación más lógica era que se tratase de un ladrón, sería
un pescador retirado sin nada que llevarse a la boca que roba mercancía a la
medianoche. Aunque claro, por la cantidad debía mantener a una familia de
treinta o más miembros. Cuando estuve lo suficientemente cerca, aproveche uno
de sus viajes al depósito para introducirme en su barco. Una vez dentro, me
arrastre al interior de su despensa.
El olor a pescado era denso, me costaba respirar, la madera podrida y la
sangre de pescado decoraban su interior, allí abajo encontré una vieja manta
que use a modo de camuflaje, una vez bajo su manto escuché sus pasos sobre mi
cabeza, la madera crepitaba con fuerza como para partirse en un instante. Si él
bajara a la despensa y me descubriera no sé muy bien lo que ocurriría,
seguramente tendría que luchar con él y huir a toda prisa, su mirada en la
taberna no parecía la de un simple e inofensivo ladrón y eso me asustaba,
aunque por otra parte era un anciano al que fácilmente podría reducir, eso
contando con que no llevase un arma de fuego consigo, en ese instante recordé
mi revolver y pensé en lo bien que me vendría en esa situación.
El ajetreo de cajas cesó y noté la suelta de amarres, era el momento de
zarpar, el motor arrancó y comenzamos a movernos, el mar estaba en calma y la
travesía fue tranquila, al fin iba a descubrir cual era el destino de este
ladrón y si trabajaba sólo o era contrabando. Al poco de zarpar, nos paramos,
no podía ser, el anciano habría olvidado algo, no habíamos siquiera avistado el
pueblo contiguo, ¿Que tramaba?
Volvió a caminar sobre mi cabeza y empezó a descargar cajas, pero no se
escuchaba a nadie recogiéndolas abajo ni habíamos encallado, me moví en
silencio a fin de ver lo que sucedía, subí lentamente la escalera de la
despensa y levante unos centímetros la trampilla para observar. Estábamos a
orillas del bosque, el anciano arrojaba el pescado de las cajas como el que
arroja pan a los pájaros, pero en esta ocasión lo que iba a aparecer no era precisamente
un pájaro. Al poco de arrojar pescado a la orilla surgió de entre las sombras
una enorme criatura, andaba lenta y pesada, a punto estuve de lanzar un
alarido de terror, aquella bestia no era la que me ataco la noche anterior y
por supuesto era más temible.
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